El culo del picador

MADRID TIENE muchos patronos. Entre vírgenes y santos, héroes de las distintas refriegas y gente así, yo le calculo más de una docena. Hoy es San Isidro, el santo que embaucaba a los ángeles para que le echaran una mano mientras sesteaba bajo un algarrobo. Si cuando yo digo que la mala fama de los madrileños data de antiguo es por algo. Vagos los hay hasta en el santoral.

San Isidro tiñe el calendario de rojo, pero la suya no es una festividad de pólvora y callejeo, al modo levantino, sino algo más cómodo y fácil, como de amanecer al mediodía con la música del telediario. Llega el santo precedido de un murmullo taurino que se ciñe a Las Ventas y a las estribaciones del barrio de Salamanca, más o menos a la altura del Hotel Wellington, que es donde paran muchos toreros. Fuera de ahí no se nota. Sabemos que llega la feria porque la anuncia Manuel Vicent con su tradicional pregón antitaurino. Vicent cambia cada año de tecla para que el artículo parezca distinto, pero el discurso es el mismo. Y aunque últimamente ha perdido sangre y ha ganado asepsia, el tópico permanece elíptico. Sin tópico no hay corrida.

Lo malo de la fiesta no son los toros, sino los taurinos (y sus equidistantes, los antitaurinos). Si alguna vez he hecho profesión de fe antitaurina no ha sido movida por el amor a los animales (que también) sino por el rechazo que me producen los taurinos, esa parroquia fundamentalista y vocinglera que envuelve a la fiesta. Los taurinos me pueden. En la fiesta hay elementos valiosos, yo misma encuentro gran belleza en el culo desparramado de un picador, pero los taurinos son gente mimetizada, obtusa y, salvando gloriosas excepciones, heredera de Trento y los ultramontanos. Cuando conocí a los primeros toreros me fijé en sus guardias de Corps, un muro de asistentes personales cuya misión no sólo consistía en salvaguardar al maestro, sino en protegerle del mundo exterior, que le tentaba con toda clase de pecados. El toreo es una religión, casi a la altura intelectual de la religión de las niñas de mi época, que crecimos alertadas por maestras delirantes que nos aconsejaban no compartir las toallas de ducha con nuestros hermanos porque podíamos quedarnos embarazadas. Eso es una religión y lo demás son gaitas.